La ciencia como una de las bellas artes
Sumario:
Cuanto más cuidadosamente tratamos de distinguir al artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra tarea. Jorge Wagensberg Según la última encuesta de percepción social de la ciencia publicada recientemente por el Fecyt, en nuestro país cerca de un 60% de los ciudadanos considera que los beneficios de la ciencia y la tecnología son […]
Cuanto más cuidadosamente tratamos de distinguir al artista del científico, tanto más difícil se volverá nuestra tarea.
Jorge Wagensberg
Según la última encuesta de percepción social de la ciencia publicada recientemente por el Fecyt, en nuestro país cerca de un 60% de los ciudadanos considera que los beneficios de la ciencia y la tecnología son mayores que los perjuicios. Es una buena cifra y no es de extrañar. Estamos viviendo una época dorada de la divulgación científica, de una intensidad, me atrevería a decir que, incluso abrasadora. Pero, al mismo tiempo, asistimos a la filtración silenciosa del pensamiento mágico a un ámbito clave de nuestra sociedad como es el sanitario. Así, mientras las redes sociales arden con soflamas a la ciencia, ungidas de fervor casi religioso, la homeopatía, el biomagnetismo y el Reiki se cuelan con sigilo en los hospitales.
La ciencia goza de prestigio social y a su abrigo pretenden medrar estas formas de pensamiento que nada tienen de científicas. La magia se camufla y se postula en pie de igualdad con la ciencia reclamando para sí virtudes que le son ajenas. La confusión se agrava cuando, en ocasiones, son los mismos médicos los que defienden y practican estas posturas alternativas. Estas situaciones, que ocurren en los límites que separan lo que es ciencia de lo que no lo es, provocan conflictos que tienen una importante trascendencia social y su resolución es un elemento esencial en la percepción que la sociedad tiene del alcance de la ciencia.
Lo que sigue es una reflexión personal y una aproximación crítica a algunos elementos constantes en la comunicación de la ciencia y el papel que juegan en estas situaciones de conflicto en la frontera.
La ciencia en la frontera, ¿duelo a garrotazos?
Con demasiada frecuencia los encuentros entre los representantes de la ciencia y los partidarios de sus alternativas se establecen en unos términos que recuerdan al “Duelo a garrotazos” de Goya. Asistimos a debates en los que los dos sujetos se golpean, con argumentos en vez de garrotes (eso sí) mientras permanecen lastrados, enterrados hasta las rodillas, por sus respectivos prejuicios. Ejemplos hay muchos. Uno reciente lo tenemos en la discusión entre el periodista especializado en divulgación de la ciencia Antonio Martínez Ron (@aberron) y el escritor Fernando Sánchez Dragó a cuenta de la bondad de homeopatía y otras alternativas a la medicina (que puede escucharse aquí). Sánchez Dragó, quien se autoproclama científico (insistiendo en que él aplica de forma vehemente el método científico), acusa a Martínez Ron de “integrismo científico”. Se trata de una acusación cada vez más habitual que denota una percepción de la ciencia como una actividad intransigente y poco flexible, lo que se identifica como la base del conflicto.
¿Puede existir tal cosa como el integrismo científico? Sí, claro que sí. Pero, en mi opinión, esto es posible solamente si se tiene una visión deformada de la ciencia. En la propia naturaleza de la actividad científica, en sus genes si se quiere, está su mutabilidad como característica esencial. La RAE define integrismo como la “actitud de ciertos sectores religiosos, ideológicos o políticos, partidarios de la intangibilidad de la doctrina tradicional”. La única constante en la ciencia es su incansable lucha por dar respuestas a la curiosidad humana. Su proceder es mutable, así mismo lo son sus teorías, siempre provisionales y pendientes de mejora (si bien construidas a modo de muñecas rusas, contenidas unas dentro de otras) y en las que nunca es descartable una fulminante sustitución. Por lo tanto, si hay algo que la ciencia no es, es precisamente intocable. Por supuesto, esto no impide que pueda hacerse una didáctica dogmática y estrecha de miras de la ciencia. El origen de este dogmatismo podría estar en la urgencia por simplificar y comunicar algo que es muy complejo y que ha ocupado, y ocupa, a filósofos desde hace ya unos cuantos siglos.
La insistencia recurrente al método científico es otra constante en la defensa de la ciencia. Pero, ¿existe el tan manido método científico? Pues no, no parece que exista tal cosa. Al menos, estrictamente hablando, no hay consenso en esta cuestión. Se podría decir que existen tantos métodos como teorías sobre la ciencia [1], es precisamente cuando intentamos entender su funcionamiento cuando recurrimos al método como explicación. En el mejor de los casos, y sólo de forma muy general, podríamos considerar que existe algo parecido a una metodología caracterizada por principios generales fundamentales. Por ejemplo, el físico y escritor Jorge Wagensberg propone los siguientes tres principios metodológicos de la ciencia [2]: el principio de objetivización, el de inteligibilidad y el dialéctico. El primero de estos tres principios funciona a modo de demarcación y es, a mi parecer, la clave para entender (y comunicar) la actividad científica: la ciencia se ocupa exclusivamente de aquella parte de la realidad que todos compartimos y de la que todos participamos: la realidad objetiva.
Esta realidad objetiva no es siempre fácil de esclarecer y gran parte de la actividad del científico consiste en estar seguro de que el problema que tiene entre manos no contiene elementos subjetivos. Nuestros sentidos no siempre nos proporcionan de forma directa esta información y en no pocas ocasiones una valoración apresurada de lo que percibimos puede conducirnos a error debido a los múltiples sesgos cognitivos que todos padecemos en mayor o menor medida. La experimentación es la forma en la que la ciencia interroga a la naturaleza y también el modo en que la objetiviza. Cuando tratamos de comprender problemas complicados, como los que se dan en la investigación en medicina, se requieren sofisticados mecanismos estadísticos sólo para estar seguros de que lo que observamos no es un artefacto (una ilusión, si se prefiere) provocado por nuestra propia percepción y valoración. Esto, constituye el punto de partida sin el que es imposible llegar a un entendimiento y es importante comprender que se trata de algo muy en general complicado.
Los principios de inteligibilidad y dialéctico se corresponden con la idea de que somos capaces de comprender y comunicar esa realidad común. Esta comprensión generalmente se establece en términos de hipótesis o conjeturas que muy bien pueden estar basadas en intuiciones. Es de nuevo la experimentación la herramienta que utilizamos para desligar la conjetura de nosotros mismos y comprobar que la construcción inteligible que se plantea es compatible con la realidad objetiva.
La esencia de la cultura científica: el conocimiento
Llegados a este punto conviene recordar que la ciencia no puede, ni pretende comprenderlo todo, su alcance es limitado, pero en el ámbito en que es aplicable, es la forma más eficaz que hemos encontrado de obtener conocimiento fiable sobre el mundo que nos rodea. Además, a través de la tecnología, ha conseguido transformar nuestra vida haciéndola menos penosa. Aunque no resulta honesto afirmar que sabemos cómo funciona la ciencia, no está todo perdido y podemos plantear un acercamiento menos rígido entendiendo la ciencia como una actividad creativa más. Considerando la existencia, en un sentido amplio, de una cultura científica más que de un método científico. Una cultura que se caracterizaría por ciertas actitudes, inspiradas en los principios generales ya mencionados, comunes a todos los que participan en ella.
La percepción de la ciencia como una actividad estática, dogmática y volcada en la resolución de asuntos prácticos contrasta con sus cualidades si se entiende ésta como actividad cultural cargada de valores. Ramón Núñez Centella, divulgador científico y considerado como el impulsor de la nueva museología científica en España destaca las siguientes cualidades como consustanciales a la cultura científica: la curiosidad, el escepticismo, la racionalidad, la universalidad, la provisionalidad, la relatividad, la autocrítica, la iniciativa, la apertura y la creatividad. Una imagen más rica y alejada de la que transmite la defensa acérrima del método y la divulgación más popular que con demasiada frecuencia se muestra obsesionada con las “maravillas” de la ciencia.
Jorge Wagensberg, en su libro Ideas sobre la complejidad del mundo, se pregunta qué distingue a Newton y Mozart, a lo que responde que, obviamente muchas cosas, pero hay algo que tienen en común, tanto el arte como la ciencia son conocimiento. Y un aspecto que es independiente de la forma en que se adquiere el conocimiento es su capacidad para hacernos avanzar, y prosigue:
Me imagino perfectamente al primer hombre (o aquel último mono) mirando por primera vez la complejidad del mundo absolutamente aterrorizado. Cada interacción con el mundo, un sobresalto. No conocer nada. Ni lo que se siente, ni lo que se está pensando, ni lo que pasará. Siempre me he imaginado los primeros hombres de las cavernas muertos de miedo.
Superamos el miedo cuando aprendimos que a un animal se le puede atrapar, engañándolo para que caiga en una trampa (conocimiento científico) y sabiendo como pintarlo en una pared (conocimiento artístico). En sus orígenes ni siquiera es fácil establecer una separación clara entre estas dos formas de conocimiento lo que acentúa la importancia del acto de comprender por encima de la forma de aprehenderlo.
Por qué es un problema no entender el alcance de la cultura científica
No entender que la ciencia constituye una fuente de conocimiento fiable no es algo que nos podamos permitir. Sus logros nos pertenecen a todos (lo queramos o no), ya que nos ayuda a entender (y controlar) la realidad que todos compartimos. Negar la efectividad de las vacunas, por ejemplo, tiene un precio que se traduce en vidas humanas y en el bienestar de las personas, algo tangible y real. Confiar nuestra salud al biomagnetsimo, la bioneuroemoción o la homeopatía, negando lo que la ciencia tiene que decir al respecto, equivale en cierto modo ir al museo del Prado, descolgar Los fusilamientos de Goya y prenderle fuego. Renunciar, en definitiva, al conocimiento que nos guía en nuestro destino común.
Apartarnos de la senda de la ciencia puede tener consecuencias imprevisibles y con toda seguridad empobrecedoras para todos. Es la cultura, no lo olvidemos, lo que nos ha sacado de las cavernas y nos ha llevado a la luna.
Agradecimientos
Hace unos meses contactó conmigo a través de Twitter JC García-Bayonas (@2qblog) para proponerme participar en la siguiente edición de #TertuliasCiencia (http://tertuliasliterariasdeciencia.blogspot.com.es/), un blog colaborativo en el que se plantea una lectura crítica de un libro relacionado con la divulgación científica. Cada semana alguno de los colaboradores resume un capítulo del libro elegido para esa edición y plantea un debate que se desarrolla en los comentarios a la entrada. En esta ocasión el libro elegido fue Mala Ciencia de Ben Goldacre. Era el libro que yo estaba leyendo en aquel momento por lo que acepté encantado. La experiencia ha sido fantástica y ni qué decir tiene que pienso repetir en las próximas ediciones. Yo me encargué de resumir el capítulo 13 del libro, que se titula Por qué hay personas inteligentes que dan crédito a cosas estúpidas. Gran parte de este post tiene su origen en los comentarios hechos por JC García-Bayonas (y el resto de colaboradores del blog) a mi entrada (y a otras). En particular, el punto de partida y la premisa principal del mismo se deben a él por lo que le transmito desde aquí mi más sincero agradecimiento.
Referencias:
[1] Bricmont, J. (2015). Per què no hi ha un mètode científic. I per què això no representa un problema. Mètode Science Studies Journal-Annual Review. http://doi.org/10.7203/metode.84.4040
[2] Jorge Wagensberg, Ideas sobre la complejidad del mundo, Tusquets, 1985