Irène y Frédéric Joliot-Curie: Radiactividad a la carta

Sumario:

Tras la muerte de Pierre, Irène parecía designada por Marie a ocupar el vacío dejado por éste y convertirse, con los años, en su confidente y colaboradora. A los once años ya estudiaba matemáticas avanzadas y con trece viajaba sola y pasaba largas temporadas en casa de los amigos íntimos de Marie mientras esta pronunciaba […]

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Tras la muerte de Pierre, Irène parecía designada por Marie a ocupar el vacío dejado por éste y convertirse, con los años, en su confidente y colaboradora. A los once años ya estudiaba matemáticas avanzadas y con trece viajaba sola y pasaba largas temporadas en casa de los amigos íntimos de Marie mientras esta pronunciaba conferencias en diferentes universidades o se aislaba en el laboratorio. En el instituto de enseñanza de Sevigné, sobresalía tanto en matemáticas y en física que se le permitió enseñar estas materias a sus compañeros. A los catorce aprobó la primera etapa de bachillerato con un año y medio de adelanto y matrícula de honor. Tres años más tarde, en el inicio de la Primera Guerra Mundial, ingresó en la Sorbona para estudiar matemáticas y física, al tiempo que se matriculaba a un curso de enfermería. Para entonces, Marie ya se refería a ella como “su compañera y amiga” y la llevó al frente donde había desplegado una flota de sesenta unidades portátiles de rayos X, conocidas como “las pequeñas Curie”. En pocos meses, la dejó sola a cargo de una instalación radiológica de campaña en Hoogstade, donde, sola y sin ayuda, radiografiaba a los heridos y llevaba a cabo un cálculo geométrico para indicar al cirujano la localización de las balas y la metralla. Cumplió la mayoría de edad formando a enfermeras para que ocuparan su lugar cuando se trasladara a otra posición del campo de batalla. El siguiente destino fue Amiens. Allí aprendió por su cuenta a reparar los aparatos de rayos X, obteniendo una notable experiencia técnica. Regresó a París en 1916 para impartir un curso de rayos X en el nuevo Hospital Eith Cavell y volvió a matricularse en la Sorbona licenciándose con matrícula de honor en matemáticas y física. En 1920 entró a trabajar como ayudante en el laboratorio Curie del Instituto del Radio de la Universidad de París, dedicado a las investigaciones y enseñanza de la radiactividad. Centró sus primeras investigaciones en fenómenos atómicos y basó su tesis doctoral en el estudio de las partículas alfa (núcleos de helio-4) emitidas por una fuente de polonio. La presentó en 1925 bajo el título: “Recherches sur les rayons alfa du polonium, oscillation de parcours, vitesse d’émission, pouvoir ionisant.”

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Ese mismo año, un joven e inquieto Frédéric Joliot, que todavía no había acabado el servicio militar, se presentó ante la que había sido la heroína de su infancia para pedirle un empleo en el laboratorio Curie. Venía muy recomendado por Paul Langevin y Marie le propuso empezar al día siguiente. Para ello consiguió que el coronel le dejase concluir antes las milicias. Frédéric, tras la muerte de su padre, se había matriculado en la École de physique et de chimie industrielles de París, donde Pierre Curie había enseñado antes de traspasar su puesto a Paul Langevin. Extrovertido y apuesto, Frédéric estaba acostumbrado a hacer amistades con facilidad. Sin embargo, le costó adaptarse al ambiente serio y silencioso del laboratorio Curie. Se sentía solo y evitaba a Irène, la ayudante preferida de la jefa que ni siquiera le daba los buenos días. Sin embargo, con el paso del tiempo empezó a sentirse más y más atraído por su inteligencia. Ambos disfrutaban conversando y dando largos paseos. Se enamoraron y decidieron comprometerse. Cuando Irène se lo comunicó a Marie, esta no encajó bien la noticia. Temía que se tratase de un matrimonio de conveniencia, que Joliot quisiese aprovecharse del apellido Curie. Al igual que otras personas, no podía imaginar a la taciturna y austera Irène con el alegre y elegante Frédéric. Su hija era tres años mayor que él, había declarado que nunca se casaría y no le daba importancia ninguna a la apariencia. Cuando no llevaba la bata de laboratorio con sus zapatos de enfermera, vestía sencillos vestidos de colores oscuros. Frédéric, en cambio, era todo un donjuán y un fumador empedernido. Era tal la desconfianza de Marie en la futura pareja que trató de disuadir a su hija e insistió para que llegaran a un acuerdo que anulase la ley francesa en virtud de la cual los maridos controlaban las propiedades de sus esposas. Necesitaba asegurarse que Irène sería la única que heredaría las substancias radiactivas del Instituto Curie.

Pero su hija, hizo caso omiso de los consejos maternos y se casó con Frédéric el 26 de octubre de 1926. Lo cual no impidió que Marie, durante años, siguiese presentándolo como “el hombre que se casó con Irène”. Frédéric, sin embargo, sentía una gran admiración por su suegra y no dudó en aceptar su petición cuando le insistió para que siguiese adelante con sus estudios. Mientras continuaba sus tareas en el Instituto, se licenció en la Sorbona doctorándose en 1930 con una tesis sobre la electroquímica de radioelementos: “Électrochimique des radioeléments. Applications diverses”. Langevin había acertado de lleno, vio en él al gran científico en el que se iba a convertir.

En 1927, tres años antes de que Frédéric leyese su tesis, tuvieron a Hélène y poco después Irène contrajo tuberculosis. El médico le advirtió de que no tuviese otro hijo y disminuyese su ritmo de trabajo. Pero aquello era superior a ella. La tuberculosis no la llevaría a renunciar a aquello que le hacía sentir completa, a ser investigadora y madre. A la semana siguiente, combatiendo contra una enfermedad que volvería a padecer a lo largo de su vida, ya estaba de vuelta al laboratorio y cinco años más tarde su otro deseo se hizo realidad, dio a luz a Pierre.

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La colaboración científica entre ambos se centró en el estudio de las emisiones radiactivas. Les atraían las investigaciones que el grupo de Rutherford estaba desarrollando en el laboratorio Cavendish y disponían de 200 milicurios de Polonio, la fuente más poderosa de rayos alfa, para llevarlas a cabo. El primer paso era analizar la radiación neutra y muy penetrante que habían detectado Walther Bothe y Herbert Becker al bombardear berilio con partículas alfa provenientes de una muestra de polonio. Los Joliot-Curie repitieron los experimentos y publicaron sus hallazgos el 18 de enero de 1932. Habían observado que la potente radiación de Bothe era capaz de provocar la emisión de protones de una capa de parafina. Postularon que se trataba de una radiación electromagnética de alta frecuencia pero no supieron interpretar los resultados.

James Chadwick, asistente de director de investigación en Cavendish, informó del artículo a Rutherford y de las conclusiones de ambos investigadores. Rutherford se limitó a pronunciar un escueto “No lo creo”, una expresión que dejó perplejo a Chadwick que nunca le había visto reaccionar de esta forma. Viendo que el tema prometía y que muy pronto otros físicos se lanzarían a investigarlo, se puso manos a la obra y descubrió la presencia en el núcleo de partículas con cargas neutras, los neutrones. En 1932 transmitió a Nature una breve nota titulada: “Possible existence of a neutron” a la cual le seguiría el artículo más extenso en los Proceedings of the Royal Society titulado “The existence of neutron”.

Los Joliot-Curie habían tenido “en sus manos” el neutrón y no supieron reconocerlo. Y, por desgracia, no fue el único premio Nobel que vieron pasar delante de sus narices. En sus trabajos con una cámara de niebla que, mediante un campo magnético creado por un electroimán, curva la trayectoria de las partículas cargadas, observaron que algunos de los supuestos electrones producidos en el experimento se desviaban en sentido contrario. No se dieron cuenta de que se trataba de un nuevo tipo de partícula como el electrón pero con carga positiva que ya había sido propuesto en 1931, el positrón y que fue descubierto ese mismo año por Carl David Anderson.

Por fortuna, en su caso la expresión “a la tercera va la vencida” no pudo ser más cierta. Corría el año 1933 y el éxito estaba a punto de llamar a su puerta. Por aquel entonces, el matrimonio estaba centrado en el estudio de las desintegraciones del polonio. Sabían que era un emisor de partículas alfa y se preguntaban si, al igual que otros átomos radiactivos, también emitía radiación beta (electrones). Para comprobarlo, colocaron una lámina de aluminio que detuviese las partículas alfa antes de llegar al detector. Este último consistía en una cámara de niebla que, mediante un campo magnético creado por un electroimán, curvaría la trayectoria de las partículas beta, posibilitando su identificación. La primera experiencia dio resultados sorprendentes: no sólo detectaron electrones, sino que también aparecieron protones y positrones. La presencia de protones podía explicarse sin dificultad a través de una reacción conocida, la transmutación del aluminio en silicio. La partícula alfa absorbida por el aluminio-27 produce silicio-30 más un protón. Lo que no sabían era qué hacían allí los positrones y para averiguarlo empezaron sustituyendo el material empleado como absorbente de partículas alfa. Observaron que al interponer una lámina de parafina, plata o litio, no detectaban positrones, mientras que en el caso del boro sí lo hacían. Por tanto, el origen de los positrones no se encontraba en el polonio, se hallaban ante un fenómeno que sólo en ciertos absorbentes. La primera hipótesis fue pensar que la transmutación de aluminio en silicio, aparte del citado positrón, también podía dar como resultado la emisión de un neutrón y un positrón. En ambos casos se conservaba la carga eléctrica. Para verificar la segunda posibilidad, modificaron el dispositivo de manera que permitiese la detección simultánea del neutrón y el positrón.

La primera prueba pareció confirmar su planteamiento pero la segunda aportó nueva información. Se percataron que al disminuir la energía de las partículas alfa dejaban de detectarse neutrones, quedando únicamente los positrones. Estaban equivocados y, tras reflexionar plantearon la nueva hipótesis: quizás el absorbente se volvía radiactivo al interaccionar con las partículas alfa emitidas por la fuente. Para comprobar si estaban en lo cierto situaron un contador Geiger junto al material absorbente, tras retirar la fuente de polonio. El Geiger “cantaba”, el material se había vuelto radiactivo y la emisión de radiación decaía exponencialmente como en el caso de la radiactividad ordinaria. Anunciaron su hallazgo en dos artículos, uno escrito en francés, con Irène como primer firmante y presentado el 15 de enero de 1933, y otro en inglés, con Frédéric encabezando la lista de autores.

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La radiactividad “artificial” había nacido y el matrimonio Joliot-Curie fue galardonado en 1935 con el premio Nobel de Química. La dotación económica del premio les permitió instalarse en Sceaux, donde recibían a sus amigos los domingos por la tarde. Irène, a diferencia de Marie, siempre antepuso sus obligaciones como madre a todo lo demás, creía que la maternidad era la experiencia más increíble que había vivido. En 1936, como consecuencia del premio, Irène fue nombrada subsecretaria de Estado para la Investigación Científica y, al año siguiente, accedió a una cátedra en la Sorbona. Frédéric, por su parte, fue elegido como catedrático en el Collège de France en 1937 y abandonó el laboratorio del Instituto del Radio para formar su propio laboratorio, en donde construyó el primer ciclotrón de Europa occidental.

Descubrir que la radiactividad artificial podía ser producida por el hombre supuso un avance fundamental en las aplicaciones médicas de las radiaciones ionizantes. Los Joliot-Curie, tal y como se desprende de su discurso de recepción del premio Nobel, ya aventuraron las posibilidades de su descubrimiento en el campo de la Medicina:

“La diversidad de las naturalezas químicas, la diversidad de las vidas medias de estos radioelementos sintéticos, permitirán sin duda investigaciones nuevas en biología y en físicoquímica.”

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