¿Qué tiene un protón que no tengan los fotones? (Parte 1 de 2)
Sumario:
Cuando estaba terminando de escribir este “post”, de pronto recordé el nombre del blog y, como a fin de cuentas se trata de un desayuno, me pareció que no era muy saludable comenzar el día con un atracón de información así, sin anestesia ni nada. Por eso y viendo lo que estaba dando de sí […]
Cuando estaba terminando de escribir este “post”, de pronto recordé el nombre del blog y, como a fin de cuentas se trata de un desayuno, me pareció que no era muy saludable comenzar el día con un atracón de información así, sin anestesia ni nada. Por eso y viendo lo que estaba dando de sí el tema, he tratado de no dar una paliza demasiado cruenta tan temprano a los lectores y, consecuentemente, he dividido este trabajo en dos partes. Sin pretender ser exhaustivo en ninguna de ellas, en la primera abordaré los aspectos físicos y técnicos más fundamentales de una instalación de este tipo y en una segunda parte trataré de las implicaciones clínicas y socio-económicas de estos tratamientos.
Establezcamos el marco histórico
Aunque pueda sonar a ciencia ficción y a objetivo inalcanzable, el asunto de la terapia con protones no es nada nuevo. Ya en el año 1946, cuando ninguno de los profesionales que bregamos en la actualidad con el asunto de la terapia con radiaciones habíamos nacido aún, Robert Wilson propuso por primera vez la utilización de haces de protones para el tratamiento del cáncer, al relacionar la curva de deposición de dosis característica de estas partículas con la posibilidad de aumentar la dosis en el blanco, minimizando a la vez el volumen de tejido sano implicado. Aunque su fama como físico es tristemente debida en su mayor parte a su participación en el proyecto Manhattan durante la II guerra mundial, su trabajo «Radiological Use of Fast Protons» sentó las bases de la protonterapia hasta el punto que la National Association for Proton Therapy americana lo considera “el padre” de esta modalidad terapéutica.
A raíz de este trabajo se llevaron a cabo los primeros tratamientos en el ciclotrón del Lawrence Berkeley National Laboratory, que fueron secundados a mediados de los años 50 en un acelerador de características similares en la Universidad de Uppsala (Suecia) y posteriormente en Harvard (Estados Unidos), Moscú y Dubna (Rusia). Sin embargo pasaron casi treinta años hasta que se diseñó en Loma Linda (California) el primer acelerador dedicado a terapia.
¿Qué tiene de especial la protonterapia?
¿Qué la hace diferente de la Radioterapia convencional? Pues como quiera que se trata de partículas con carga y masa, la curva de deposición de dosis es muy distinta de la de un haz de fotones. Los protones, una vez acelerados, pierden fundamentalmente su energía por interacciones electromagnéticas en su trayectoria al atravesar los tejidos, aunque una pequeñísima fracción se transfiere a través de colisiones nucleares. La transferencia energética por unidad de longitud es relativamente pequeña y más o menos constante, hasta que se alcanza el rango o alcance del protón (que a su vez depende de la energía con la que se aceleró) donde pierde toda la energía restante en una distancia muy corta. El resultado de este proceso es un gran aumento de la dosis absorbida y una rápida caída posterior de la misma, formando lo que se conoce como pico de Bragg.
No obstante, el haz de protones tal y como se extrae del acelerador no tendría prácticamente ninguna utilidad clínica. No tenemos más que ver que la anchura de este pico (curva roja) es insuficiente para tratar la mayor parte de los volúmenes tumorales que se encuentran en la práctica. Pero es que además, en la dirección transversal el haz es también muy estrecho. Para conseguir unas características más acordes con lo que se necesita en terapia, se emplean estrategias que van desde los sistemas puramente pasivos, en los que el haz se adapta tridimensionalmente al volumen blanco mediante elementos conformadores y moduladores no variables, hasta los sistemas completamente activos donde el volumen de planificación (PTV) se divide previamente en celdillas (vóxeles) que van recibiendo la dosis prescrita a partir del haz inicial convenientemente dirigido hacia cada una de ellas. Entre estas dos soluciones extremas podemos encontrar muchas alternativas intermedias, que tratan de compaginar la reducción en tamaño y precio de los equipos con el mantenimiento de las características más favorables del haz.
El principio en el que se basan los sistemas pasivos consiste en dispersar en la dirección transversal el haz estrecho inicial mediante un difusor. A continuación, el modulador de rango tiene la función de conseguir varios haces de energías próximas, de forma que se cree una región de dosis uniforme, lo que se conoce como SOBP (Spread-out Bragg Peak), cuya profundidad máxima puede variar mediante láminas absorbentes que constituyen el desplazador de rango. Los dos elementos siguientes se construyen de forma personalizada atendiendo a la morfología del PTV: el colimador que se ajusta al área más extensa del blanco vista desde el punto de vista del haz y el compensador, que tiene en cuenta la geometría del tumor en relación a la profundidad y a la composición de los tejidos que atraviesa el haz.
Visto así, parece que todos los problemas de adaptación del haz a los requerimientos tan restrictivos que exige la terapia quedarían resueltos. Sin embargo, los sistemas puramente pasivos presentan algunos inconvenientes importantes. El mayor de ellos viene impuesto por el hecho de que, una vez seleccionada la anchura del SOBP, ésta se mantiene constante, lo que puede llevar a dosis significativas fuera del tumor en las zonas más próximas (área con doble rallado en la figura).
Esta dificultad puede solventarse en algunos casos mediante un colimador variable y una técnica de “apilamiento”, en la que se establecen “mini SOBPs” que resultan de dividir en rodajas el volumen según la profundidad. Pero aún así, la dosis en una rodaja no puede variarse, lo que puede resultar necesario en muchos casos.
En el caso de los sistemas activos, se aprovecha la carga de las partículas para mover el haz horizontal y verticalmente barriendo la superficie del blanco mediante un sistema de deflexión magnético. En profundidad, el blanco se divide, como se describe en el párrafo anterior, en rodajas correspondientes a energías determinadas, mientras que en la dirección transversal, estas rodajas se dividen a su vez en celdillas (vóxeles) en las cuales el sistema de barrido va liberando la dosis prescrita de forma controlada. Como se puede adivinar sin mucho esfuerzo, esto trae consigo varias ventajas, entre ellas, que no se necesitan colimadores ni compensadores específicos para cada paciente, que se reducen las pérdidas en la intensidad del haz a la vez que se minimiza la producción de partículas secundarias y que se puede variar la dosis vóxel a vóxel, estableciendo intrínsecamente una personalización del tratamiento, lo que se ha denominado IMPT (Intensity Modulated Particle Therapy) en analogía con la IMRT de la terapia con fotones.
¿Qué tipo de acelerador es el más apropiado?
Como comenté hace unas semanas en un trabajo previo en este mismo blog, existen varios centros en el mundo que utilizan aceleradores inicialmente diseñados para investigación en Física Nuclear y posteriormente reconvertidos para poder ser usados en terapia. No obstante, las máquinas de investigación están concebidas para ofrecer la máxima flexibilidad, mientras que las de terapia deben ofrecer la máxima fiabilidad en su funcionamiento y un cuidado exquisito en el control del haz, que son los elementos clave en la clínica, ya que están directamente relacionados con la seguridad del paciente. Surge de forma natural la pregunta ¿cuál es el acelerador más apropiado para terapia con iones? ¿el ciclotrón o el sincrotrón?
El primero es compacto, estable y sencillo de operar, al tiempo que es capaz de suministrar haces de intensidad estable y fácilmente regulables. En cambio, resulta complicado obtener variaciones energéticas a no ser que se interpongan degradadores pasivos en el haz, lo que implica una inevitable producción de neutrones. En diseños anteriores, estos degradadores se situaban directamente entre el haz y el paciente, con la consecuente dosis neutrónica asociada. Este problema se ha solventado en máquinas más recientes colocando el degradador justo tras la extracción del haz y, posteriormente, desviándolo mediante un sistema magnético. Como los neutrones continúan en línea recta, puede evitarse que alcancen al paciente. El precio que se paga por usar este método de variación de la energía es una reducción significativa de la intensidad del haz. No obstante, esto no supondría un problema importante, ya que los ciclotrones pueden producir corrientes muy elevadas, excepto por la contaminación que se induce en el degradador. Es por esto por lo que este elemento suele construirse de grafito que no produce elementos de reacción de vida larga e introduce poca dispersión del haz.
Desde su invención a principios de los años 30 por Ernest Lawrence, el ciclotrón ha experimentado dos avances conceptuales importantes que han permitido mejorar su rendimiento. Uno de ellos es la solución del problema que supone el aumento de masa que sufren las partículas cuando alcanzan velocidades muy altas. Esto trae como consecuencia que no se puedan alcanzar energías más allá de un cierto valor, con el diseño clásico de alternar el campo eléctrico con frecuencia constante entre las dos regiones en forma de “D” de que consta. En el sincrociclotrón o ciclotrón sincronizado la frecuencia de variación del campo eléctrico se adapta para tener en cuenta este fenómeno relativista y conseguir energías superiores.
Por otro lado, la aparición de los ciclotrones superconductores ha permitido hacer diseños aún más compactos y, aunque hubo dudas en su momento acerca de su estabilidad a largo plazo y referentes a la dificultad asociada al manejo del Helio líquido usado para la refrigeración, la instalación del PSI de Suiza, que lleva varios años funcionando de forma muy estable, ha demostrado que son aceleradores fiables para terapia.
Pero si pensáramos usar este sistema para iones, tenemos que tener en cuenta que para conseguir la misma penetración en el tejido que un haz típico de protonterapia de 200 MeV (unos 25 cm), necesitaríamos mayores energías (380 MeV/u para haces de Carbono), lo que multiplica por tres la rigidez magnética y exige por tanto un sistema de deflexión mucho más potente. Esto hace que el ciclotrón no sea una buena opción para terapia con iones más pesados que el protón y que la elección se desplace a favor del sincrotrón. Las energías necesarias para el C-12 (430 MeV/u) o para el O-16 (600 MeV/u) se pueden conseguir con facilidad con una máquina de este tipo de “tan sólo” 20 m de diámetro y cualquier energía intermedia (por ejemplo para obtener el SOBP) puede obtenerse de forma rápida y elegante sin interponer ningún material adicional entre el haz y el paciente, con lo que la dosis neutrónica es despreciable.
Sin embargo, además del tamaño, el sincrotón presenta también algunos inconvenientes. Para conseguir el haz final, éste ha de ser inyectado (normalmente con un acelerador lineal previo), acelerado y, finalmente, extraído, lo que hace al sistema más complicado de controlar y mucho más costoso. Además el haz pulsado del sincrotrón reduce la intensidad efectiva y hace los tratamientos más largos.
Resumiendo, podemos decir que para iones la solución pasa por un sincrotrón, mientras que para protones, la opción de un ciclotrón compacto (superconductor o no) con una combinación de degradador seguida de una deflexión magnética es la más adecuada.
Y ya está bien por hoy, ¿no? Los aspectos clínicos y socio-económicos de este tipo de terapia, próximamente en esta sala.