Nuestra particular deuda con Hiroshima y Nagasaki (parte 1)
Sumario:
Nota: El pasado febrero fui invitado a participar como ponente en la jornada que el departamento de Derecho Internacional de la Universidad de Oviedo preparaba para recibir a Carlos Umaña, representante de ICAN y premio Nobel de la Paz 2017. La jornada debió celebrarse el pasado 11 de marzo, pero aquella misma mañana, y a […]
Nota: El pasado febrero fui invitado a participar como ponente en la jornada que el departamento de Derecho Internacional de la Universidad de Oviedo preparaba para recibir a Carlos Umaña, representante de ICAN y premio Nobel de la Paz 2017. La jornada debió celebrarse el pasado 11 de marzo, pero aquella misma mañana, y a causa de la epidemia, los participantes decidimos no abrir las puertas al público y cancelar el evento. Este post en dos capítulos es una adaptación de la primera parte de esa charla.
Para los que, como yo, se dedican profesionalmente a los usos pacíficos de las radiaciones ionizantes, escribir sobre los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki supone siempre un tremendo conflicto.
Por un lado, nos preocupa que alguien relacione malintencionadamente los usos pacíficos, en especial los usos médicos, con aquel horror, y no tanto por la opinión que de nosotros y nuestra profesión pueda tener el público sino por el injustificado temor que esta asociación podría infundir en los pacientes que precisen de las técnicas radiológicas, que son hoy herramienta imprescindible de la medicina en el diagnóstico y tratamiento de muchas patologías. Contribuir a esa confusión sería, para cualquiera de nosotros, imperdonable.
Pero, por otro lado, no podemos ignorar que el seguimiento epidemiológico de las víctimas de aquellos bombardeos es la mayor fuente de información de la que disponemos sobre los efectos de la radiación en el organismo y ha permitido a las generaciones posteriores evitar tales efectos, o al menos reducirlos, en los usos pacíficos de las radiaciones ionizantes.
Conocer y comprender toda esa información debería ser parte esencial de las competencias del especialista en radiofísica y en las otras especialidades radiológicas. Pero estoy convencido de que también el público general debería tener un conocimiento de esta información, siquiera superficial pero alejado de los tópicos habituales, pues ese conocimiento no solo no añadirá temor o desconfianza sino que contribuirá a mejorar la percepción que el público tiene de los usos pacíficos de la radiación, no solo de los usos médicos, también de los industriales y energéticos.
Como profesionales, podemos decir que esta es nuestra particular deuda con aquellas personas que padecieron tal sufrimiento. Creo que el mejor homenaje que hoy podemos rendirles es haber sido capaces de extraer de su terrible vivencia una información que ha salvado ya una enorme cantidad de vidas y lo seguirá haciendo por mucho tiempo. Tsutomu Yamaguchi, único superviviente a las dos explosiones atómicas oficialmente reconocido, decía en una de las últimas entrevistas que concedió: “Mi historia contará a las generaciones futuras el horror de los bombardeos atómicos, incluso más allá de mi muerte”. Y podemos estar seguros de que así será, pues todo lo que de su historia, y de la de los miles de víctimas, hemos podido aprender formará parte del acervo humano para siempre.
Una breve introducción
La principal evidencia del daño de la radiación disponible hasta la fecha surge del LIFE SPAN STUDY (LSS), el colosal estudio epidemiológico realizado con el seguimiento durante decenios de más de ciento veinte mil supervivientes de los bombardeos y que continúa en la actualidad analizando los efectos a largo plazo de la radiación sobre las personas irradiadas, especialmente la causa de muerte y la incidencia de cánceres de todo tipo. El estudio no ha sido el único realizado sobre la población de Hiroshima y Nagasaki. Un segundo estudio, con los 77000 descendientes de primera generación de aquellos supervivientes, nacidos entre 1946 y 1984, se puso en marcha con la intención de determinar la posible existencia de efectos hereditarios en las generaciones futuras. Y un tercero, el Adult Health Study, iniciado en 1958 con 22000 personas extraídas del LSS a las que se añadieron, en 1977, 1000 más que habían sido irradiadas antes de nacer (in-utero), se desarrolló con el objeto de determinar todos los efectos a largo plazo sobre la salud, incluidas enfermedades (cáncer, pero también tumoración benigna, enfermedad cardiovascular y otras dolencias crónicas), envejecimiento, cambios psicosociales y cambios en parámetros fisiológicos. Otros estudios con técnicas más avanzadas de análisis (genéticas e inmunológicas) se han puesto en marcha recientemente. En total más de 200000 personas seguidas durante decenios. Detalles de todos estos estudios puedes encontrar en este artículo y en el capítulo 6 del informe BEIR VII (informe que puedes descargar entero con solo registrarte). Respuestas a las preguntas frecuentes sobre el asunto puedes encontrar aquí. Y un completo resumen en esta descripción breve elaborada por la RERF.
Los estudios surgidos de los bombardeos no son la única fuente de información de que disponemos para cuantificar los efectos de la radiación, pero sí han sido hasta ahora, sin ninguna duda, la más importante, a pesar de la dificultad de su extrapolación a situaciones ocupacionales de exposición crónica (al tratarse de un estudio sobre irradiación aguda, ocurrida en un plazo breve de tiempo).
Recientemente se ha publicado el resultado de otro gran estudio de cohortes, no relacionado con los bombardeos, con 308000 trabajadores de la industria nuclear y 27 años de seguimiento medio. El INWORKS ha confirmado las estimaciones de riesgo realizadas a partir de los datos del LSS (como se mostrará en la segunda parte de este post), a pesar de tratarse de irradiaciones crónicas, lo que agranda aun más la importancia de todo lo que en el pasado nos enseñaron, y nos siguen ensañando, las víctimas de Hiroshima y Nagasaki.
El LSS abarca un amplio rango de dosis e incluye 2800 casos de irradiación in útero. Para cada uno de los individuos se realizó, a partir de los datos de situación en el momento de la explosión aportados por él mismo, una estimación detallada de las dosis recibidas. Ensayos atómicos se realizaron posteriormente en escenarios que simulaban las condiciones de habitación de aquellas personas para obtener datos experimentales con los que estimar las dosis de cada individuo incluido en el estudio.
¿Qué papel juega la radiación en una explosión nuclear?
Seguramente no sea necesario recordar a un lector interesado en estos asuntos qué es la radiación ionizante, pero por dotar al post de cierta integridad que permita su lectura “del tirón” resumiré aquí algunas ideas elementales.
Llamamos radiación a la emisión, propagación y transferencia de energía en cualquier medio en forma de ondas electromagnéticas (fotones) o partículas. Decimos que esta radiación es ionizante cuando, por la cantidad de energía que transporta individualmente cada una de esas partículas, estas tienen la capacidad de arrancar algunos electrones de los átomos que forman la materia.
Entre las radiaciones ionizantes más comunes encontramos las formas más energéticas de radiación electromagnética, rayos X y gamma, y algunas partículas elementales o iones acelerados a energías superiores a 1 keV, que es el orden de magnitud de la energía de ligadura de los electrones a los núcleos atómicos.
Una explosión nuclear no es más que una reacción nuclear descontrolada, autoalimentada. Hace falta una importante cantidad de energía (que generalmente es suministrada por un explosivo químico convencional) para iniciarla logrando que un número suficiente de núcleos reaccione y libere su exceso de energía. Pero una vez iniciada cada núcleo que reacciona produce energía en exceso para continuar provocando la reacción, prácticamente instantánea, de otros núcleos. De la energía producida por cada núcleo solo una parte menor se invertirá en mantener la cadena de reacciones. El resto quedará como energía disponible para provocar la destrucción que es la finalidad del arma.
Toda esa energía se libera como radiación electromagnética (fotones en un amplio espectro de energía, incluidos fotones X y gamma de muy alta energía) y como energía cinética de las partículas con masa resultantes (restos de fisión y neutrones con muy alta energía). Desde el instante en que se producen, fotones y partículas comienzan a interaccionar con los núcleos atómicos del medio que rodea a la bomba en explosión, principalmente el aire pero también los propios materiales de la bomba.
Los fotones interaccionan muy poco con el aire poco denso, y recorren en muy breve tiempo, a velocidades lumínicas, largas distancias sin apenas atenuación ni pérdida de energía. Ese flash, instantáneo, la primera ola, fue la causa de la inmediata irradiación de la población hasta distancias muy considerables. La intensidad de esta radiación disminuye al alejarnos de la explosión, siguiendo, aproximadamente, la conocida ley del inverso del cuadrado de la distancia. También una parte considerable de los neutrones producidos alcanzaron a la población incluso a grandes distancias, contribuyendo significativamente a las dosis de radiación ionizante recibidas. De toda la energía generada por la reacción nuclear solo una pequeña fracción, estimada en torno al 5 %, fue liberada como radiación ionizante de largo alcance en Hiroshima y Nagasaki.
Aparte de esta radiación ionizante instantánea, un 10 % de la energía producida por la reacción se liberó en forma de isótopos radiactivos, incluidos los restos del material fisionable radiactivo que no llegó a reaccionar (se calcula que del material fisionable de las bombas, 64 kg de uranio-235 en Hiroshima y 6.4 kg de plutonio-239 en Nagasaki, solo reaccionó un 10 %) pero también núcleos estables que se transformaron en radiactivos por su interacción con los neutrones emitidos en la reacción de fisión. La mayor parte de estos isótopos se dispersaron a la atmósfera en el hongo posterior a la explosión, y una parte menor de estos acabaría cayendo de nuevo a la superficie por su propio peso o arrastrada por la lluvia. La contribución de estos isótopos a las dosis recibidas por la población fueron en general pequeñas y muy variables, especialmente en las zonas alejadas del hipocentro, donde se encontraban la mayor parte de los supervivientes.
El 85 % restante de la energía producida en la reacción nuclear no alcanzó a la población como radiación ionizante instantánea o dispersada, sino en dos formas muy diferentes y más letales.
Tras la reacción nuclear las partículas con masa aceleradas interaccionaron con gran intensidad con el aire cercano al estallido y, también, con los propios restos volatilizados de la bomba, generando una emisión intensa y mantenida de rayos X de baja energía. Estos, a su vez, interaccionaron también intensamente con el medio y produjeron nuevas emisiones de radiación electromagnética de baja energía. Como resultado de todos estos procesos de interacción el medio que rodeaba la explosión sufrió un brusco incremento de temperatura, lo que originó una gran bola de gas ardiente a altísima temperatura, un sol en miniatura que en Hiroshima alcanzó una temperatura superficial de 6000º y un radio de 180 metros. Esta bola de fuego volatilizó todo lo que alcanzó y lanzó, más allá de sus límites, una enorme cantidad de radiación térmica (infrarroja, visible y ultravioleta) que produjo la muerte por incineración en un radio de más de 1.5 kilómetros y quemaduras de tercer grado hasta a 2.5 kilómetros. Fue la segunda ola, una ola de fuego que llegó una fracción de segundo después de la primera y duró unos pocos segundos, hasta la llegada de la tercera y definitiva. Se estima que el 35 % de la energía producida por la reacción nuclear se convirtió en energía térmica.
La altísima temperatura de esa bola de fuego produjo la expansión violenta del aire circundante. La expansión supersónica inicial produjo, primero, una onda de choque, un impacto súbito de presión que golpeó a personas y edificios y, a continuación, un viento que en Hiroshima y Nagasaki alcanzó velocidades de 800 km/h, lo que significa la total devastación, a una distancia de 500 metros del epicentro, y de hasta 280 km/h, lo que significa la demolición de la mayor parte de edificaciones, a 1.5 km. Cuando el viento finalmente cesó, y para reocupar el vacío dejado en el lugar por la expansión explosiva, inmediatamente la masa de aire retornó con una resaca tan letal como la ola que la precedió.
Las consecuencias de estos efectos mecánicos sobre edificios e infraestructuras son fáciles de imaginar. Pero además de los daños humanos producidos por los derrumbamientos, incendios secundarios y proyección de materiales, la onda de choque tuvo un impacto directo en los tejidos vivos, especialmente en aquellos órganos con presencia de cavidades de aire (pulmones e intestinos), y por si sola provocó, en los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, daños internos, hemorragias y embolias gaseosas, también lesiones oculares y del tímpano, hasta distancias de un kilómetro del epicentro. Se estima que de toda la energía liberada por la reacción nuclear, un 50 % fue transformada en energía mecánica.
Este reparto de energía explica por qué, a pesar de la creencia general, las muertes y daños debidos a la radiación no fueron los más relevantes en las explosiones atómicas, tal como muestran las tablas siguientes.
Detalles médicos de los daños agudos en las víctimas de ambos bombardeos se resumen en este artículo de 1975.
Realmente, todos los efectos de las bombas tienen su origen en la radiación originada por la reacción nuclear, esta es la causa primera pues esta es la forma en que la energía se libera, pero los efectos observados en la población no fueron, en contra de la idea generalmente aceptada, efectos de la radiación, sino, principalmente, daños térmicos y heridas de origen mecánico. La siguiente imagen, emblemática, de una de las víctimas, no muestra, como generalmente se cree, una quemadura por radiación, sino una quemadura térmica asociada al flash de luz visible, como evidencia el efecto de la diferente coloración y textura del tejido y lo mismo puede afirmarse de la mayoría de fotografías de las víctimas que pueden encontrase en los medios y en la red. Efectos visibles tan graves asociados a la radiación solo pudieron ocurrir a las personas que estuvieron en la zona más próxima a los estallidos y sus daños térmicos y mecánicos fueron sin duda mucho más graves y evidentes que cualquier daño por radiación.
En la segunda parte del post repasaremos los daños por radiación observados en la población, tanto agudos como a largo plazo. También los efectos en aquellos irradiados in-utero y los efectos en la descendencia.
Pero dejo aquí para terminar un par de vídeos.
El primero, del canal AtomCentral.com, con la filmación remasterizada de uno de los muchos ensayos nucleares que los Estados Unidos realizaron en las décadas posteriores a la IIGM. Hay muchas grabaciones de estos ensayos, y todas nos trasladan a un escenario terrorífico que fue, durante décadas, mucho más que una remota posibilidad.
El segundo, el vídeo de presentación de la Campaña Internacional por la Abolición de las armas Nucleares (ICAN), premio Nobel de La Paz 2017. La abolición de las armas nucleares sería sin duda una gran noticia para todos. No soy un ingenuo, sé lo difícil que esto resulta en un mundo en lucha por los recursos, pero también sé que la humanidad ha logrado cosas más difíciles, y de hecho, de momento, aquí estamos a pesar de tener poder suficiente para habernos destruido unas cuantas veces.