El Big-Bang (II): Alpher, Herman y Gamow
Sumario:
En la primera parte de este post sobre la teoría del Big Bang me concentré en la figura del astrofísico y cosmólogo belga Georges Lemaître y su modelo del “átomo primigenio” del Universo. En esta segunda parte voy a tratar de abordar cómo llegaron a una hipótesis similar, pero desde un punto de vista completamente […]
En la primera parte de este post sobre la teoría del Big Bang me concentré en la figura del astrofísico y cosmólogo belga Georges Lemaître y su modelo del “átomo primigenio” del Universo. En esta segunda parte voy a tratar de abordar cómo llegaron a una hipótesis similar, pero desde un punto de vista completamente diferente, los físicos estadounidenses George Gamow, de quien ya he hablado en otras entradas anteriormente, su estudiante de doctorado Ralph Alpher y Robert Herman, que colaboraba con ellos.
Gamow había emigrado a EE.UU. desde la Rusia soviética y recaló en la universidad de Washington en 1934. A pesar de su juventud (contaba entonces con sólo 30 años) ya era un reputado físico nuclear que había descrito correctamente la desintegración alfa en términos del efecto túnel, había propuesto el primer modelo nuclear de la gota líquida y había trabajado con Niels Bohr y con Ernest Rutherford. Dos años más tarde, junto con Edward Teller, a quien convenció para que fuera a trabajar con él en Washington, formuló las reglas de Gamow-Teller, relevantes en la desintegración beta.
Tras interesarse en el problema de la producción de energía en las estrellas y darse cuenta de la relación que ésta tenía con la formación de los elementos químicos, empezó a trabajar en los mecanismos que podrían haber tenido lugar al principio del Universo y cómo esos mecanismos podrían haber influido en la abundancia relativa de dichos elementos. Entraba entonces Gamow de lleno en el ámbito de la cosmología, si bien su punto de vista “nuclear” hacía que estuviera alejado de los grupos de investigación que se dedicaban más específicamente a esa disciplina. En su época como estudiante de la universidad de Leningrado, en la década de los años 20 del pasado siglo, Gamow había tenido la oportunidad de adquirir conocimientos básicos sobre la teoría general de la relatividad en un curso impartido por Aleksandr Fridman. Fridman es conocido por haber sido el primero en proponer soluciones dinámicas de las ecuaciones de la relatividad de Einstein en las que el Universo tenía principio y/o fin, del mismo tipo de las que luego desarrolló Lemaître (aunque éste no conoció los trabajos de Fridman hasta años después de haber publicado sus propios trabajos).
Gamow mantuvo siempre su interés en estos temas. En 1937 impartió un curso sobre la relación entre la cosmología y la relatividad general. Y en 1942 organizó junto con el geofísico John Flemming, la conferencia titulada “Evolución estelar y cosmología” en cuyas conclusiones escribieron: «Parece por tanto más plausible que los elementos se originaron en un proceso de carácter explosivo que tuvo lugar al ‘principio del tiempo’ y dio lugar a la actual expansión del universo». No fueron, sin embargo, lo primeros en relacionar los procesos acaecidos durante el inicio del Universo con la producción de los elementos. En 1938, Carl von Weizsäcker había especulado que el Universo podría haber estado formado inicialmente por una agregación de hidrógeno que habría colapsado por acción de la gravedad hasta que se alcanzaron temperaturas del orden de 1011K y densidades similares a la del núcleo atómico, condiciones necesarias para que fuera factible la producción de elementos más pesados.
Esta visión de Gamow tenía un fuerte carácter interdisciplinar que, sin embargo, él mismo tardó en reconocer. En 1945 escribió a Bohr: «… estoy ahora estudiando el problema del origen de los elementos en las etapas iniciales del universo en expansión. Eso significa unir las fórmulas relativistas para la expansión y las tasas de reacciones termonucleares y de fisión. Un punto interesante es que el período de tiempo durante el que tuvo lugar la fisión original … debe haber sido menor de un milisegundo, mientras que sólo una décima de segundo estuvo disponible para establecer el subsiguiente equilibrio termodinámico (si lo hubo) entre los diferentes núcleos ligeros …» Y no fue hasta 1946 cuando escribió un artículo con resultados en esa dirección. “Universo en expansión y el origen de los elementos”, un trabajo de apenas dos páginas aparecido en Physical Review, es considerado por muchos como el trabajo que dio inicio a la cosmología moderna.
Ese mismo año, Alpher empezó a hacer su tesis doctoral con Gamow que le sugirió estudiar en detalle cómo era la distribución de elementos de acuerdo con el modelo que él acababa de proponer. Y antes del verano de 1948 ambos escribieron un trabajo en el que proponían un modelo del Universo en sus estadios iniciales completamente novedoso. El propio Alpher explicó los detalles del mismo en estos términos: «Enseguida tras el principio de la expansión del Universo, el “ylem” era un gas de neutrones sólo. Esos neutrones empezaron a desintegrarse en protones y electrones, siendo la densidad suficientemente baja para permitir la desintegración libre de los neutrones y la temperatura suficientemente alta para que la energía térmica media por neutrón fuera mayor que la energía media de enlace por nucleón en el núcleo de manera que los núcleos como tal no podían formarse. Cuando la temperatura descendió suficientemente en la expansión, comenzó la captura de neutrones por protones dando lugar a deuterones. Esos núcleos capturaron a continuación más neutrones y se fueron creando sucesivamente núcleo más pesados. Los núcleos creados de esta forma tenían un gran exceso de neutrones y por tanto habrían sufrido las consiguientes desintegraciones beta transformándose en formas estables durante, y después de, el proceso de formación de elementos. El proceso debió haber terminado por la disminución en las tasas de las reacciones de captura originadas por la reducción de la densidad en la expansión y del número de neutrones disponibles como resultado de su desintegración radiactiva.»
El principal resultado de ese trabajo se muestra en la figura en donde el resultados de los cálculos de Alpher y Gamow para la dependencia del logaritmo de la abundancia relativa de los distintos elementos con el peso atómico de los mismos se muestra con una línea continua y se compara con los resultados entonces disponibles y que había obtenido el geoquímico suizo Victor Goldschmidt unos años antes. El acuerdo, al menos en lo que se refiere a la tendencia general, es bastante razonable.
Este artículo tuvo un cierto reconocimiento en la comunidad científica y fue conocido casi desde su publicación como el artículo αβγ. En realidad, había un tercer autor: Hans Bethe, que más adelante sería galardonado con el premio Nobel de física, en 1967, y que no sabía nada de aquel trabajo. Gamow, que se pirraba por las humoradas de ese tipo, quiso incluir a Bethe como segundo autor ya que de esa forma las iniciales de los autores coincidían con las tres primeras letras del alfabeto griego que, además, respondían a los tres procesos básicos de desintegración radiactiva. Aunque al final accedió, Alpher se mostró inicialmente reticente. El era entonces un estudiante de doctorado y pensó, con razón, que si Bethe, que ya era un reputado físico teórico, aparecía como autor del artículo todo el mérito se lo iban a atribuir a él, cuando en realidad había sido Alpher el que había llevado a cabo todo el trabajo: era, de hecho, una parte importante de su tesis doctoral que presentó justo aquel mismo verano. Aunque en la tesis se discutían temas relacionados con la nucleosíntesis, se corrió la voz de que, además, se iba a proponer un nuevo modelo del Universo en sus inicios (de la “creación del mundo” dijeron algunos) y, como en el caso de Lemaître, los medios de comunicación hicieron su papel de altavoz y la sala donde Alpher defendió su trabajo estaba atestada de gente.
Alpher y Gamow colaboraban ya entonces con Herman, que se había doctorado en 1940 en la Universidad de Princeton y que tenía conocimientos sobre la teoría de la relatividad y sobre cosmología. Y enseguida se dieron cuenta de que aquel ylem inicial constituido exclusivamente por un condensado neutrónico no podía explicar la realidad por sí sólo. Para hacer sus cálculos habían supuesto que debía encontrarse a una temperatura, T, de unos 109 K, pero la ley de Stefan-Boltzmann establecía que la densidad de radiación en un “cuerpo negro” era proporcional a T4, y por tanto el ylem a la temperatura antes indicada debía haber contenido mucha más radiación que materia.
Gamow hizo de nuevo los cálculos teniendo en cuenta la nueva hipótesis y escribió un artículo, “La evolución del Universo”, en el que decribió cómo las protogalaxias, que son los objetos estelares precursores de las galaxias, habrían empezado a formarse cuando la expansión del Universo alcanzó un punto en el que T∼103 K, temperatura a la que la densidad de radiación y la de materia eran del mismo orden de magnitud. Antes de enviarlo a Nature, se lo pasó para que lo leyeran a Alpher y Herman que, como era habitual en el caso de Gamow, encontraron varios errores en las cuentas. En esa ocasión Gamow no quiso corregirlos y lo mandó a publicar tal y como estaba, no sin antes convencer a sus dos pupilos para que hicieran los cálculos correctamente y escribieran a su vez otro artículo. Así lo hicieron y en el mismo número de Nature, una páginas más adelante del de Gamow, apareció “Evolución del Universo”. A este trabajo siguió, en 1949, otro titulado “Observaciones sobre la evolución del Universo en expansión” que fue publicado en Physical Review. En esos dos trabajos Alpher y Herman indicaron que la temperatura del Universo en la actualidad debería alcanzar unos 5 K, temperatura que «debe interpretarse como la temperatura de fondo que resultaría sólo de la expansión del Universo. Sin embargo la energía térmica resultante de la producción de energía nuclear en las estrellas incrementaría este valor». Gamow había hecho uso de las mismas ecuaciones que Alpher y Herman en su trabajo con los cálculos erróneos, pero no mencionó nada acerca de esa temperatura. Y es que para ninguno de los tres tenía importancia esa temperatura: sólo les preocupaba la abundancia relativa de los elementos.
Ni a ellos, ni a nadie más de la comunidad de astrofísicos y cosmólogos interesó aquel valor actual de T; de hecho, hubo que esperar a que, pasados 15 años, Penzias y Wilson descubrieran accidentalmente el fondo de radiación cósmica de microondas. Pero ni siquiera entonces, ni Penzias y Wilson, ni otros grupos como el de físico teórico Robert Dicke, que a principios de la década de 1960 se había empezado a preocuparse del problema, citaron los trabajos de Alpher, Herman y Gamow (al menos en sus primeros artículos sobre el tema). Y ello llama más aún la atención cuando se es consciente que los tres continuaron durante algún tiempo produciendo nuevas estimaciones de la temperatura del Universo. Por ejemplo, Alpher y Herman obtuvieron, en 1950, un valor de 2.8 K, muy próxima al valor hoy día aceptado que es de 2.72548±0.00057 K, y Gamow obtuvo 7 K, en 1953, mediante una argumentación simple y novedoso que publicó en una casi desconocida revista danesa. Pasado el tiempo, Penzias se disculpó con Gamow que nunca dejó de sentir cierto menosprecio porque su trabajo y el de sus estudiantes hubiera sido olvidado de aquella forma.
No todo funcionó, sin embargo, bien con el modelo de Alpher, Herman y Gamow. Al cabo de algunos años se pudo comprobar que sólo los valores de las abundancias relativas del hidrógeno y del helio eran correctos. En la cadena de formación de elementos cada vez más pesados mediante capturas neutrónicas y desintegraciones beta que ellos habían propuesto, aparecían núcleos que en realidad no existen lo que invalidaba sus resultados para los elementos más pesados que el helio. Hubo que esperar hasta 1957, para entender que los procesos que realmente habrían generado esos elementos pesados son los denominados procesos r (rápido) y s (lento). Estos procesos no habían tenido lugar en el marco del Big Bang, sino en las estrellas que se habrían formado mucho después y en las supernovas a las que aquéllas habrían dado lugar. Este hallazgo fundamental en el campo de la nucleosíntesis se encuentra formulado en un artículo de Review of Modern Physics, titulado “Síntesis de los elementos en las estrellas” y que es conocido como el artículo B2FH por las iniciales de los autores, los astrofísicos Eleanor Burbidge, Geoffrey Burbidge, William Fowler y Fred Hoyle, este último el “inventor” del término Big Bang, como vimos en la primera parte de este post.
Por cierto que a Gamow nunca le gustó, lo de Big Bang, y sólo en dos ocasiones aparece mencionado sus numerosos artículos sobre el tema.
En 1951, y por razones que desconozco, Gamow remitió al Papa Pío XII unas copias de algunos de sus artículos de divulgación más recientes y le comunicó que estaba a la espera de que apareciera publicado un nuevo libro suyo, La creación del Universo. Del entusiasmo del Papa con aquellos trabajos deja constancia que en noviembre de ese mismo año, en su larguísimo discurso de apertura de la sesión plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias, respaldó incondicionalmente la teoría del Big Bang. Al principio de su alegato dijo: «Cuanto más avanza la ciencia verdadera, más descubre a Dios, casi como si Él estuviera en pie, vigilante y esperando, detrás de cada puerta que la ciencia abre», para concluir: «[La ciencia moderna] ha seguido el curso y la dirección de los desarrollos cósmicos y … ha indicado su principio en el tiempo en un período hace alrededor de 5000 millones de años, confirmando con la concreción de las pruebas físicas la contingencia del Universo y la deducción bien fundamentada de que alrededor de ese tiempo el cosmos salió de la mano del Creador. Creación, … y por tanto, un Creador y, por consiguiente, ¡Dios! Esta es la declaración, incluso aunque no explícita o completa, que demandamos de la ciencia …» El título del discurso era más que indicativo: “Las pruebas de la existencia de Dios a la luz de la ciencia natural moderna”. Pero no parece que a Gamow, que se declaraba ateo, este tipo de discursos o sus posibles implicaciones le hicieran mella alguna. Tampoco conozco si Alpher y Herman adoptaron posición alguna al respecto. Pero a Lemaître, a pesar de su condición de sacerdote católico, le molestaban estas triunfalistas declaraciones de tipo religioso de las que siempre se mantuvo al margen, separándolas, como ya comentamos en la primera entrega, del ámbito científico.
Gamow, Alpher y Herman habían denominado ylem a la amalgama primigenia que habría servido de caldo de cultivo para las distintas reacciones nucleares necesarias para la nucleosíntesis tuvieran lugar. Alpher explicó el significado de la palabra en una nota a pie de página de uno de sus artículos: «De acuerdo con el Nuevo Diccionario Internacional Webster’s 2ª ed., la palabra “ylem” es un nombre obsoleto que significa “La sustancia primordial de la que los elementos fueron formados”. Parece muy deseable que una palabra con un significado tan apropiado sea resucitada.»
Lemaître, por un lado, desde un punto de vista cosmológico, y Alpher, Herman y Gamow, desde otro bien distinto, ligado a la nucleosíntesis, fueron sin duda los padres del Big Bang. Ellos cardaron la lana pero, como ha ocurrido muchas veces en la ciencia, otros fueron los que llevaron la fama (sin quitarles mérito alguno, por supuesto).