Cuando el espacio-tiempo se engurruñe

Sumario:

No creo que quepa duda de lo atrayente que, para la mayoría, es la Teoría de la Relatividad. Supongo que eso de que el tiempo (ese tiempo cuyo paso ineludible nos recuerda todas las mañana el espejo del cuarto de baño) pueda “ir más despacio” es más que sugerente y resulta entonces que esa atracción […]

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No creo que quepa duda de lo atrayente que, para la mayoría, es la Teoría de la Relatividad. Supongo que eso de que el tiempo (ese tiempo cuyo paso ineludible nos recuerda todas las mañana el espejo del cuarto de baño) pueda “ir más despacio” es más que sugerente y resulta entonces que esa atracción es palpable. Por poner un ejemplo, en el grado en Física en la Universidad de Granada, la asignatura “Relatividad General” tiene sistemáticamente una mayor matrícula que la de “Física Atómica y Molecular”, aunque ambas son optativas del mismo curso y no hay duda acerca de la mayor “aplicabilidad” de la segunda.

Este “influjo hipnotizador” persiste desde que, allá por 1915, Albert Einstein publicó los artículos en los que se fundamenta la denominada “Teoría de la Relatividad General”. Uno de ellos, “Las ecuaciones de campo de la gravitación”, facilitó la aplicación de la teoría a problemas específicos y, de paso, permitió resolver dos cuestiones especialmente “hirientes” para Einstein y que afectaban a la ecuación de la gravitación universal, $latex F=\frac{G\cdot M\cdot m}{r^{2}} $, propuesta por Newton en 1687. La primera es que esa ecuación no incluía el tiempo, convirtiendo en instantáneo el efecto de la fuerza. Para Einstein eso era inadmisible ya que, como había establecido en su teoría de la Relatividad Especial, publicada unos años antes, la velocidad de la luz en el vacío no podía ser superada por ninguna señal o cuerpo en su desplazamiento por el espacio. La segunda es que, como también había quedado demostrado en esa teoría, las distancias dependían del estado de movimiento del observador que las determinaba y ello introducía una indefinición en la expresión newtoniana.

La ecuación de campo de Einstein, $latex R_{\mu \nu}-\frac{1}{2}g_{\mu \nu}R=-\frac{8\pi G}{c^{4}}T_{\mu \nu} $, relaciona la “métrica” $latex g_{\mu \nu}$, y dos cantidades invariantes obtenidas a partir de ella, $latex R_{\mu \nu} $ y $latex R $, que establecen el grado de curvatura del espacio-tiempo en cada punto, con el contenido de masa y energía del mismo, dado por el tensor energía-momento, $latex T_{\mu \nu}$, a través de la constante de gravitación universal, $latex G$. Así, cualquier presencia de masa y energía genera un campo gravitatorio caracterizado por una estructura geométrica del espacio-tiempo que, una vez establecida a partir de la ecuación, permite determinar las trayectorias de los móviles que se desplazan en el seno de ese campo gravitatorio. Esas trayectorias resultan ser geodésicas en el espacio-tiempo. En palabras del físico John A. Wheeler: «La materia indica al espacio cómo debe curvarse y éste dicta a la materia cómo debe moverse.»

La primera aplicación exitosa de la ecuación fue la explicación de un problema planetario conocido desde antiguo: la precesión del perihelio de la órbita de Mercurio. Lo que se observa es que el punto en el que el planeta se encuentra más cercano al Sol se desplaza ligeramente en cada órbita alrededor de la estrella. Einstein, en un artículo publicado en 1915, resolvió de forma aproximada las ecuaciones de campo, dando cuenta de que el fenómeno era debido precisamente a la presencia del Sol. Ese mismo año, Karl Schwarzschild encontró las soluciones exactas de esas ecuaciones para un cuerpo esférico sin rotación, las aplicó a Mercurio y comunicó a Einstein que sus resultados también explicaban la anomalía. La carta que envió a Einstein estaba sellada en el frente ruso, durante la Gran Guerra, y en ella Schwarzschild ironizaba confensándole que «la guerra me trata con suficiente amabilidad para permitirme … dar este paseo por la tierra de sus ideas.»

Unos años después, el 10 de noviembre de 1919, The New York Times anunciaba: “Luces colgando en el cielo. Hombres de ciencia más o menos excitados por los resultados de las observaciones del eclipse. La teoría de Einstein triunfa.” Y en la portada del Berliner Illustrirte Zeitung del 14 de diciembre del mismo año aparecía un retrato de Einstein con el siguiente pie: “Una nueva eminencia en la historia del mundo: Albert Einstein, cuyas investigaciones significan una completa revolución de nuestra comprensión de la Naturaleza y cuyas ideas igualan en importancia a las de Copérnico, Kepler y Newton.” La figura de Einstein había roto, definitivamente, la frontera entre ciencia y sociedad, pero el origen de tan estrepitosa aparición en la prensa fue un eclipse de Sol: el ocurrido el 29 de mayo de 1919.

Según la teoría de la Relatividad General las trayectorias de los rayos de luz debían “adaptarse” a las modificaciones del espacio-tiempo producidas por la presencia de objetos masivos y seguir las geodésicas asociadas a la estructura geométrica que éstos generaban en aquél. Einstein predijo entonces que la trayectoria de la luz proveniente de una estrella, cuya visual desde la Tierra fuera interrumpida por el Sol, sería desviada, modificándose su posición aparente en el cielo. Para medir esa variación bastaba comparar fotografías del cielo con el Sol presente y sin él, pero en el primer caso no sería visible la estrella … salvo que se presentara un eclipse total. Los astrónomos Frank W. Dyson y Arthur S. Eddington se percataron de la oportunidad que suponía el eclipse del aquel 29 de mayo y organizaron sendas expediciones con destino al ecuador terrestre, donde sería visible como total. Andrew C. D. Crommelin y Charles Davidson, ayudantes de Dyson en el Observatorio Real de Greenwich, viajaron a Sobral (Brasil), mientras que Eddington y su colaborador Edwin T. Cottingham lo hicieron a la Isla del Príncipe, en el golfo de Guinea. Ambas expediciones resultaron exitosas tal y como se deduce del informe que en abril de 1920 presentaron Dyson, Eddington y Davidson con los resultados obtenidos y que no dejaban lugar a dudas: la luz sufría una deflexión debido a la presencia del Sol y la magnitud de la misma era del orden de la que predecía la teoría de Einstein.

Pero aún quedaba una última predicción relevante por confirmar. En 1916 Einstein publicó un artículo titulado “Integración aproximada de las ecuaciones de campo de la gravitación” en el que hablaba de las “ondas gravitatorias” y de la pérdida de energía que un sistema material podría sufrir si las emitía. Sin embargo, Einstein no creía posible que pudieran ser observadas ya que, según sus cálculos, su intensidad alcanzaría tan sólo una parte en $latex 10^{27}$. Pero no le cabía duda alguna sobre su existencia ya que cualquier cambio en las condiciones de un sistema de objetos masivos provocaría una modificación de la geometría del espacio-tiempo y la generación de dichas ondas. En cualquier caso, la información sobre esa modificación no podría ser apreciada por un observador de manera instantánea, ya que antes de la detección debería transcurrir como mínimo el tiempo necesario para que la información alcanzara al observador viajando a la velocidad de la luz. Por poner un ejemplo simple: si el Sol desapareciera, en la Tierra lo detectaríamos pasados 8 minutos y 19 segundos, que es el tiempo empleado por la luz en recorrer la distancia entre el Sol y nosotros. De igual manera, la distorsión del espacio-tiempo que tal evento provocaría, daría lugar a una onda gravitatoria que tardaría el mismo tiempo en alcanzarnos.

Las ondas gravitatorias no interactúan con otros objetos masivos que puedan encontrar en su camino, de forma que las “arrugas” del espacio-tiempo originalmente generadas se propagan sin modificaciones y constituyen, por tanto, una fuente de información completamente distinta en comparación con las que hasta ahora han servido para el estudio del Universo. A priori sería incluso posible obtener información sobre los instantes inmediatamente posteriores al Big Bang, ocurridos en un Universo opaco a la radiación electromagnética, pero transparente a las ondas gravitatorias. El problema es que sólo cabe esperar desplazamientos del orden de $latex 10^{-18} m$, mil veces menores que el tamaño del protón, incluso en el caso de ondas intensas. En otras palabras, todo parecía cuadrar con la opinión de Einstein acerca de la práctica imposibilidad de detección de tan esquivas ondas.

Sin embargo se empezó a pensar en cómo hacer posible lo imposible y para ello la pregunta que había que responder era clara: ¿qué efectos producirá una de estas ondas si alcanza un cuerpo material? La respuesta es que mientras que no sufriría cambio alguno en la dirección de propagación de la onda, se estiraría en una de las direcciones transversales y se comprimiría en la otra.

Para detectar un efecto como ese existe un instrumento que cualquiera diría que fue diseñado exprofeso para ello: el interferómetro. Se trata de un dispositivo con dos “brazos” perpendiculares por los que se hacen pasar sendos haces de luz que coinciden, finalmente, en un punto donde es posible observar las “figuras de interferencia” que se generan. Si los dos haces de luz se han emitido desde la misma fuente, han recorrido la misma distancia y han atravesado espesores idénticos de los mismos materiales, llegarán en fase y darán un patrón de interferencia particular. Pero si, por alguna razón, se produce alguna modificación a lo largo de esas trayectorias, los dos haces se mezclarán con distinta fase y las figuras de interferencia nos podrán informar sobre lo ocurrido. Se entendió enseguida que, para observar los desplazamientos espaciales que se querían ver, había que desarrollar interferómetros gigantescos, no como el que Albert A. Michelson y Edward W. Morley utilizaron en su famoso experimento para la detección del éter y que podía disponerse en un banco óptico estándar. Hacia finales del s. xx se empezaron a construir varios de ellos como TAMA300, en Japón, con unos brazos de 300 m de longitud, GEO600 (en Alemania), un interferómetro germano-británico con brazos de 600 m, o Virgo (en Italia) con brazos de 3 km.

Pero los más importantes, por los resultados que finalmente han sido capaces de conseguir, son sin duda los dos interferómetros del Laser Interferometer Gravitational-wave Observatory (LIGO). Con brazos de 4 km, se encuentran en E.E.U.U., concretamente en Handford y en Livingston, y están separados por unos 3000 km (en línea recta). Con participación internacional, se empezaron a construir en 1994 y entraron en funcionamiento en 1997. Posteriormente fueron mejorados dando lugar a LIGO-Avanzado, que inició su periodo de observación en septiembre de 2015. Como es fácil entender, la efectos ínfimos que se pretendían medir forzaron el desarrollo de técnicas de detección extremas, siendo a la vez necesario reducir al máximo todas las “fuentes de ruido” que podrían enmascarar la genuina señal de las ondas gravitatorias.

El 14 de septiembre de 2015 a las 9:50 UTC los dos observatorios de LIGO dieron cuenta del evento GW150914. Se trataba de una señal con una duración de apenas medio segundo. A esa detección siguió un nervioso intercambio de mensajes entre los científicos de la colaboración, que se afanaban por confirmar si se trataba de un nuevo test de control de los detectores o no. Después de unas horas quedó claro que ¡por fin! habían visto la señal que esperaban desde hacia años. Aún así mantuvieron el secreto y no fue hasta febrero de 2016, una vez analizados todos los datos, cuando se hizo el anuncio oficial del hallazgo.

La figura siguiente muestra las dos señales detectadas en Hanford (H1, en rojo, a la izquierda) y en Livingston (L1, en azul, a la derecha). Se pudo comprobar que ambas señales fueron observadas con una diferencia temporal de 6.9 ms que es lo que corresponde a una onda que viajara a la velocidad de la luz entre los dos laboratorios. Una vez desplazada ese tiempo (e invertida puesto que la orientación de los dos interferómetros es contraria) la señal H1 (en marrón, a la derecha) casa excelentemente con la L1.

Señales detectadas en Hanford (H1, en rojo, a la izquierda) y en Livingston (L1, en azul, a la derecha)

Señales detectadas en Hanford (H1, en rojo, a la izquierda) y en Livingston (L1, en azul, a la derecha).

Pero no quedó ahí la cuestión sino que, tras la detección, fue posible establecer el origen de la correspondiente onda gravitatoria y, analizando los patrones esperados para las posibles fuentes, se concluyó que se había tratado de la “coalescencia” de dos agujeros negros con masas del orden de 36 y 29 masas solares que, tras orbitar uno alrededor del otro a una distancia de tan sólo 350 km, habían dado lugar a otro agujero negro de unas 62 masas solares, habiéndose irradiado en forma de ondas gravitatorias una energía equivalente a 3 masas solares. El evento habría podido ocurrir a unos 400 Mpc de la Tierra.

La detección de las ondas gravitatorias abre una nueva era en la astronomía y la astrofísica dado que el Universo resulta prácticamente transparente a ellas. Preguntas acerca de la formación de los agujeros negros, de la corrección de teoría de la Relatividad General para describir la gravedad, de la evolución de la materia en condiciones extremas de presión y temperatura como las que se producen en estrellas de neutrones o supernovas, o de la existencia real del periodo inflacionario en la expansión del Universo, podrían empezar a ser respondidas con un cierto grado de confianza.

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